
Los jóvenes fueron los grandes protagonistas de esta semana. En los festejos por el Día de la Primavera, en los distintos parques de la Capital Federal, hubo setenta y cuatro heridos. Algunos de ellos con armas blancas. En general los enfrentamientos tuvieron como origen el ataque de bandas organizadas que concurrieron a los festejos con el objetivo de robar mochilas, camperas, zapatillas y celulares. La intervención de la Policía Federal, aunque tardía, evitó que los incidentes fuesen mayores. Hubo una treintena de detenidos que en pocas horas recuperaron su libertad. La fiesta popular organizada por el gobierno de la Ciudad por poco no terminó con una víctima fatal. El SAME, el servicio médico porteño, funcionó con eficacia en la atención de los chicos lastimados. Con todo, la presencia del estado fue débil y no logró prevenir lo prevenible. No se pudo evitar el consumo de alcohol. La venta de bebidas ilegales a menores tiene restricciones demasiado flexibles. Los pibes que deciden emborracharse reemplazan sin mayor problema a los kioskos por los supermercaditos chinos.
Más allá del regodeo insoportable de los canales de noticias con las imágenes de peleas en los parques, lo que pasó el martes debería abrir un debate profundo. Los jóvenes, habitualmente exhibidos sólo como victimarios, son el segmento etario más expuesto a la violencia. La mayoría de los delitos se comete contra menores de 25 años. Los pibes suelen estar en las dos puntas del delito. Y no alcanza para explicar este fenómeno, el aluvión de chicos que no estudian ni trabajan. Cuatrocientos mil sólo en la provincia de Buenos Aires, según confesó en su momento el gobernador Daniel Scioli. Quién sabe cuántos en la Capital La marginalidad y el desamparo son buen caldo de cultivo de la violencia. Muchos de los actos de agresión y rapiña que se han hecho habituales en los últimos años: la patota que ataca y golpea a un chico para robarle la ropa o el teléfono, son protagonizados también por pibes de clase media. Esos ataques, además, dejan una imborrable secuela de impotencia, bronca y rencor en la víctima que sólo una cuidada orientación familiar pueden mitigar. La familia y la escuela siguen siendo los mejores espacios de contención para potenciales agresores y eventuales agredidos. Una colega me comentó esta semana que su hija le habló de unos grupos de pibes xenófobos que “salen a patear bolivianos”. Así lo llaman: van a lugares dónde suelen ir a bailar inmigrantes y los patean o los apuran para provocar una pelea. Es fundamental que los chicos defiendan sus escuelas, ese espacio clave para la formación e integración. Por lo pronto, basta de asustarse porque los alumnos hacen política. La militancia política es contradictoria con el lumpenaje.
Y las preguntas inevitables: ¿Por qué el Estado falla cuando más se lo necesita? ¿Por qué sólo responde con represión? Cuando escribo Estado no me refiero a la policía. Más y mejor transporte público desde y hacia los lugares de diversión, mejor iluminación, más control de las condiciones sanitarias y de seguridad de esos mismos lugares, castigo a los adultos que promueven el delito entre y contra menores son apenas algunas variantes. Una mayor presencia de asistentes sociales, guardia urbana, docentes y otros empleados públicos ¿No habrían logrado limitar los desmanes del martes? Inspectores a la caza de vendedores de alcohol no hubiesen dado una señal contundente. ¿Qué sociedad estamos construyendo? ¿Qué hacemos para cambiar lo que sabemos está mal? ¿Qué ejemplo les damos? ¿Preparamos a nuestros hijos para cambiar lo que nosotros no pudimos? Mientras tanto, los que siguen poniendo el cuerpo son ellos.
102
La última dictadura militar se ensañó con los niños con el argumento de “salvarlos de la amenaza comunista”. En la misma semana en que terminaron las tomas de Colegios en la Ciudad de Buenos Aires y un día antes de los incidentes del Día de la Primavera, las Abuelas de Plaza de Mayo anunciaron la recuperación de la identidad del nieto 102. Según se supo se trata de un joven abogado hijo de una pareja de militantes de la agrupación Montoneros: María Graciela Tauro y Jorge Daniel Rochistein fueron detenidos en 1977 y desde entonces permanecen desaparecidos. Después de estar alojada en la llamada Mansión Seré, Tauro fue llevada a la ESMA donde tuvo a su hijo. El caso no fue sencillo, según lo explicó la presidenta de Abuelas, Estela de Carlotto. El muchacho no quería hacerse la extracción de sangre para determinar su ADN y todavía no acepta su identidad. El juez federal Rodolfo Canicoba Corral, después de que fracasaran algunos análisis, lo convocó a su despacho y, una vez allí, le pidió al joven que le entregara unas prendas. Las muestras obtenidas de esas ropas permitieron la identificación de la familia.
“Hay que darle tiempo, nosotros lo estaremos esperando”, me dijo Alejandro Pedro Sandoval ese día y recordó: “Yo también me negaba, pasó mucho tiempo para que pudiera aceptar mi historia. Tenía sólo una verdad. Ni siquiera sospechaba que era adoptado y defendía a las personas que me habían apropiado porque no me imaginaba el sufrimiento y el dolor que vivía mi familia de origen”. Alejandro es el nieto recuperado número 84 y, como otros jóvenes que recobraron su identidad, tuvo que superar el shock inicial. “Mi historia de infancia fue buena, tuve una buena crianza y eso lo dije en el juicio que terminó el año pasado (con una condena de 16 años de prisión para el apropiador, un oficial de Gendarmería)”. Alejandro contó que también se opuso a que le extrajeran sangre. Incluso “en el primer allanamiento mi apropiador me avisó cuando lo harían y me dio un peine y ropa suya para que se llevaran”. Finalmente el allanamiento se hizo otro día y se pudo determinar la identidad de Alejandro quien, además, aceptó hacerse el ADN.
El poeta chileno Mauricio Redolés, relata un cuento chino a la medida de la tragedia que vivimos los argentinos. “Un tipo empieza a perder la memoria. La familia nota el mal y lo lleva al doctor. El médico no sabe que hacer y el hombre empeora. Nadie puede curarlo hasta que aparece un curandero que dice que lo tratará con éxito. El curandero pide a la familia que lo deje a solas con el hombre durante un día. Al cabo de la jornada, el paciente ya estaba en vías de sanar. Lo último que recuerda el hombre en este proceso de recuperación de la memoria, es justamente que había perdido la memoria y que un curandero milagroso le había ayudado a recuperarla. Entonces furioso entra a su casa a buscar un machete y sale en busca del curandero”. Tratamos de olvidar que olvidamos. La memoria es peligrosa y, a la vez, indispensable.
Nota publicada en el semanario Z del 23 de setiembre