Se murió un ex compañero de la escuela. Me lo comunicaron con un mensaje de texto simple y directo: se murió Marcelo Costa. Fue justo en el momento en que estábamos organizando un encuentro de condiscípulos. Uno de esos ritos en los que con aire jocoso y fraterno recordamos lo que fuimos cuando el mundo era nuestro y la muerte apenas una palabra.
Se murió Marcelo Costa. No era mi amigo, pero la noticia me provocó una inexplicable congoja. Era uno de los más estudiosos del curso. La última vez que nos vimos, me enteré de que lo habían nombrado juez en una localidad cercana a Rosario. Estaba un poco gordo pero recuerdo que se reía de eso. Me contó que el techo de su juzgado tenía humedad, que le faltaba gente y sobraban expedientes y que, a pesar de las dificultades, le gustaba lo que hacía. Parecía el mismo chico del cole. Aplicado, correcto, un poco olfa.
Desde hace unos días me pregunto por qué la noticia me causó tanta tristeza. Más allá de aquel encuentro de ex compañeros con Marcelo Costa no mantenía ninguna relación. Además, siempre pienso que estoy bastante armado ante la tragedia. Tengo cierta experiencia. Perdí a mi madre siendo adolescente, luego a mi padre y un par de mis amigos se fueron de copas sin avisar y nunca más volvieron. Pero algo me pasó con la noticia.
¿Será la idea de la propia finitud? Creo que era Bioy Casares quien decía que ochenta años era muy poco tiempo para todas las cosas que quería hacer y lamentaba que la vida y la pasión fueran demasiado cortas. Murió a los 84. Al igual que su amigo Borges, el escritor argentino más elegante pretendía ochocientos años de vida aunque era consciente de que a los setecientos noventa y nueve querría pedir ochenta más.
Por las dudas, si alguien de allá arriba está tomando la lección no pienso levantar la mano. En la escuela casi nunca lo hacía, ni siquiera cuando estudiaba. Ahora que lo pienso, tal vez fue eso: Costa siempre estaba dispuesto a pasar al frente.
La muerte es un misterio. Es algo extraño porque si bien varias culturas la tienen como su centro, los vivos no saben nada de nada. Sólo se conoce lo que se ha perdido. El dolor que provoca la ausencia del ser querido. Después viene la resignación. Y más tarde, si persiste el amor, el recuerdo. Eso es lo que de verdad se conoce. Lo demás es pura imaginación. Nadie vuelve para contarlo. Ni siquiera Víctor Sueiro. Cuando el hombre tomó conciencia de ese abismo, se disparó la fantasía del regreso posible.
La literatura visitó el tema hasta el cansancio. Para las religiones no hay nada que discutir: hay otra vida con premios y castigos. Lo que se dice una promesa asegurada. En mi caso trato de reemplazar mi poca fe por un deseo poderoso. Ojalá sea como dicen. Ojalá volvamos a vernos.
A pesar de mis reparos, visito a mis muertos. No voy tanto como mi padre querría, pero voy. Tampoco estoy seguro de que estén allí los que están allí, pero voy. Es un punto de referencia. Mi padre está en un cementerio tipo jardín, cerca del aeropuerto de Fisherton. Un lindo lugar con árboles que él no puede apreciar. Le llevo flores y coñac para hacer más amable nuestra conversación. Lo extraño.
Mi madre y mis abuelos están en el cementerio El Salvador de Rosario, en el Parque de la Independencia. El lugar es un amasijo arquitectónico que contiene algunas esculturas del genial Lucio Fontana. En la actualidad está siendo intervenido artísticamente por otro talento rosarino, Dante Taparelli, quien intenta poner belleza y memoria en acción donde sólo hay cemento gris y frío. Siempre descubro lo mismo: mi mamá era muy linda.
Cuando voy a El Salvador visito al poeta Antonio Montesanto. Él está de este lado, vivito y silbando, ya que se dedica a cuidar el panteón de Unione y Benevolenza. Cuida las tumbas y escribe. Cuida las tumbas y escucha música. Una vez me contó que se relacionaba con los muertos por las miradas de las fotos en los nichos.
“Con algunos tengo mejor onda, y los cuido mejor”, me contó. A Antonio le debo un libro maravilloso: El pueblo que se vendió. Su autor es Alfonso Zapater, un español casi desconocido en la Argentina.
El libro tiene alguna conexión con las historias de Juan Rulfo, pero en el caso de Zapater, los vivos son los que reclaman. Todo ocurre en Urbecia, un pequeño pueblito de la España profunda, que se va quedando sin habitantes, hasta que los últimos deciden vender su propiedades y lo abandonan.
El lugar se convierte en una estancia alambrada y custodiada por hombres armados. Allí se queda trabajando Damián. Una tía suya muy anciana lo visita todos los días y le pide que le devuelva a su amado esposo enterrado en el lugar. El joven realiza, en secreto, una tarea reparadora: le va entregando el muerto a la tía, hueso por hueso, para que no lo descubran. “La tía Rosenda metió los huesos en un saco de arpillera y se los cargó al hombro, andando, dijo, y se marchó con la muerte a cuestas…”
En el Norte argentino, en la zona andina, en México, en los Balcanes y en otros sitios del planeta, se convida con alguna bebida a los muertos. Se dejan las copas llenas, las vasijas. Es un gesto. Igual que éste.